Hace poco leí un artículo muy interesante sobre Espiritualidad (aquí) Siendo un estudiante de la Antroposofía ya desde hace bastantes años, no podía evitar ir encajando los conceptos del artículo en mi propio esquema «particular» del Ser Humano y del Mundo. De forma que me decía… esto pertenece a la esfera del Cuerpo Etérico o Vital, …esto pertenece a la esfera de lo Físico y lo orgánico… esta parte está incompleta sin la gnoseología de Goethe… en fin, que a la vez que leía iba traduciendo a mi propia jerga los conceptos que el autor expone en su artículo.
El mismo ejercicio, pero en modo inverso, he puesto en práctica cuando intentaba explicar en ámbitos no antroposóficos conceptos relacionados con el Mundo y el Ser Humano desde un punto de vista Espiritual. La conversación con el interlocutor va modulando las expresiones hasta encontrar las adecuadas a lo que la esencia de, por decir, Cuerpo Etérico, significa para mí.
Y es que la Antroposofía ha supuesto en mi vida, el marco de referencia con el que fundamentar mi conocimiento y la motivación para mis acciones.
Pero si esto fuera el único elemento que latiera en mi corazón, entonces correría un doble peligro: por una parte intentar imponer que todos piensen como yo y utilicen mi jerga, o por otra parte, aislarme en mi mundo «bueno e ideal» perdiendo interés por los demás y por sus aspiraciones.
Y es que las verdades antroposóficas no son tales verdades si al corazón le falta lo más importante… el amor. Amor como lo caracterizó San Pablo en la primera carta a los Corintios (cap. XIII). Amor que se interesa por el otro, de forma integral, y que se posiciona en el mundo, buscando relaciones con los otros. Y es que las verdades antroposóficas son sólo verdades cuando están enraizadas en lo vivo. Esto es lo que he descubierto leyendo las cartas octava y novena que Rudolf Steiner escribió a los miembros el 9 y el 16 de marzo de 1924.